El transporte público sufre una de las etapas más importantes. Los autobuses completos, larga espera por el lugar de estadía y las tarifas que crecen sin mejorar el servicio, son parte del panorama diario, que enfrenta a miles de ciudadanos en camino al trabajo, estudiando o regresando a casa.
Durante la hora pico, se repite el escenario: rangos interminables, conductores que se ven obligados a transmitir pasajeros y usuarios sobrecargados que llegan tarde a sus destinos. «Nunca se sabe si vas a llegar a tiempo, que debería ser veinte minutos de viaje, que dura una hora», dice Andrés López, un estudiante universitario.
Mientras tanto, los transportadores dicen que el problema no son solo ellos. El aumento en el combustible, el costo de las piezas de repuesto y la falta de carreteras en buenas condiciones hacen que cada autobús sea cada vez más difícil. A esto se agrega un parque automotriz privado, que colapsa las posibilidades principales y ralentiza cada viaje.
Las autoridades reconocen el desafío. Se han planteado proyectos de movilidad integrados, la renovación de la flota y las nuevas rutas, pero el ciudadano aún espera ver resultados específicos. Mientras tanto, la realidad es que el transporte público se ha convertido en una prueba diaria de paciencia en la que las personas buscan sus propias estrategias: ir antes, combinar varios medios e incluso elegir una bicicleta.
La crisis del transporte no solo afecta la puntualidad, sino que también va a la calidad de vida. En días más largos y tiempos de descanso cortos, la movilidad se convirtió en un termómetro que mide la salud de la ciudad. La solución, más que un desafío técnico, es una deuda social urgente.
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