El acuerdo entre Estados Unidos y China: minerales raros, chips y energía – Noticias ultima hora

Al margen de la cumbre de Cooperación Asia-Pacífico (APEC) en Busan, los presidentes Donald Trump y Xi Jinping lanzaron lo que llamaron un «nuevo comienzo» en las relaciones económicas entre Estados Unidos y China. Lo hicieron firmando un acuerdo comercial que, más allá de la retórica, significa mucho más que simplemente reducir los aranceles. Lo que se ha cerrado es una tregua estratégica que está reorganizando las cadenas del poder económico y tecnológico global y relegando a Europa a una posición periférica en el juego de las grandes potencias.

El texto del acuerdo establece una reducción parcial de los aranceles recíprocos y, sobre todo, una moratoria de un año sobre las restricciones de Pekín a la exportación de minerales raros. Este es un gesto que Washington presenta como una victoria diplomática, pero en realidad refleja la interdependencia asimétrica entre las dos economías. China conserva el control de alrededor del 70% del procesamiento mundial de tierras raras, necesarias para la producción de semiconductores, baterías, turbinas eólicas, armas de precisión y vehículos eléctricos. Con esta moratoria, Beijing no renuncia a su dominio, sino que simplemente lo gestiona.

El mensaje es claro. China está utilizando su posición en la cadena de suministro global como herramienta de poder. El acceso a estos materiales se convierte en un instrumento de presión y negociación, tal como lo fue alguna vez el petróleo. Estados Unidos, por su parte, está obteniendo un respiro en un sector donde su dependencia se ha vuelto crítica. Pero este respiro no cambia el núcleo del problema: Washington necesita a Beijing tanto como Beijing necesita su mercado y sus tecnologías avanzadas. Las rivalidades se gestionan, no se disuelven.

Uno de los puntos más delicados del pacto es el relacionado con los semiconductores. En un gesto simbólico, Estados Unidos ha aceptado permitir las exportaciones a China de chips de gama media (esenciales para la industria del automóvil y de consumo), pero mantiene la prohibición sobre los procesadores de próxima generación utilizados en inteligencia artificial y defensa. La jerarquía tecnológica queda así codificada en el texto del propio acuerdo, y allí vemos cómo Washington decide qué compartir, cuándo y bajo qué condiciones. La cooperación tecnológica se convierte en un instrumento de control.

Este equilibrio inestable tiene profundas implicaciones para Europa. Mientras las dos potencias más grandes negocian bilateralmente sobre flujos de materiales críticos y acceso a la tecnología, la Unión Europea mira desde el margen. Europa queda fuera de la conversación que define el futuro industrial del planeta. No sólo porque no tiene capacidad de influencia directa, sino porque tiene fallas estructurales que lo hacen particularmente vulnerable y donde tiene una dependencia casi total del suministro externo de tierras raras, retrasos en la producción de chips avanzados, fragmentación de su política industrial y una burocracia que reacciona tarde y mal a los cambios geoeconómicos.

La industria europea, y especialmente la automovilística alemana, ya está sufriendo las consecuencias de esta dependencia. Sin semiconductores ni materias primas críticas, los procesos de transición energética y digital siguen estancados. Mientras tanto, un nuevo pacto entre China y Estados Unidos consolida un duopolio en el que los dos grandes deciden qué materias primas fluirán, en qué cantidades y a qué precio. Europa, que hasta hace poco se consideraba una potencia reguladora, corre el riesgo de convertirse en una economía regulada externamente.

Pero este acuerdo también revela algo más profundo: la erosión definitiva del sistema multilateral de comercio. Durante décadas, la Organización Mundial del Comercio fue el marco en el que se negociaron las reglas del juego económico global. Hoy, estas reglas están escritas fuera de Ginebra y fuera de cualquier institución internacional. Las decisiones se toman entre bloques y corresponden a la lógica del poder, no a principios de apertura o justicia. En este sentido, la cumbre de Busan marca un punto de inflexión, la normalización de la relación bilateral estratégica como modo dominante de gobernanza global.

Nada de esto significa que el acuerdo sea inherentemente negativo. Una reducción de las tensiones puede aliviar temporalmente la volatilidad del comercio mundial y detener el aumento de los precios de las materias primas. Pero el precio de esta estabilidad es alto, ya que sacrifica la autonomía de terceros actores, consolida dependencias estructurales y profundiza la lógica de bloque que deja cada vez menos espacio para políticas independientes. Esta lógica es particularmente peligrosa para Europa. Si no actúa rápidamente, quedará atrapado entre la presión estadounidense para que se ajuste a su estrategia de contener a China y la tentación de aceptar acuerdos comerciales con Beijing que refuercen su dependencia.

Por lo tanto, el desafío para la Unión Europea es doble. Por un lado, hay que asumir que la competencia por recursos estratégicos y tecnología no se resolverá con declaraciones, sino con inversiones y coordinación. Por otro lado, es necesario redefinir su papel en un mundo donde las relaciones comerciales funcionan según una lógica diferente, el comercio ya no es un campo neutral, sino un campo de batalla geopolítico. La autonomía estratégica no se decreta, debe construirse a través de decisiones concretas, el establecimiento de alianzas globales y una visión industrial de largo plazo. La UE debe desarrollar una política común de minerales críticos, fortalecer su capacidad de investigación y producción de semiconductores y, sobre todo, dejar de actuar como un mero observador de los movimientos de los demás.

El acuerdo entre China y Estados Unidos no inaugura una nueva era de cooperación, sino una pausa calculada en su confrontación. Ambos saben que la separación total es inviable, pero también que la rivalidad tecnológica es irreversible. En este interludio se definen las reglas del nuevo orden global. Y Europa, si no quiere aceptar ser un espacio subordinado, debe decidir si quiere formar parte de esas negociaciones o limitarse a gestionar sus consecuencias.

Porque en la era de los minerales raros y los chips, la soberanía no se mide sólo por votos o presupuestos. Se mide en la capacidad de producir, innovar y tomar decisiones. Y hoy el viejo continente carece de los tres.

a, Ruth Ferrero TurriónProfesor de ciencias políticas y estudios europeos de la UCM.

30.10.2025

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